La enfermera del hospital acompañó “al cansado y ansioso muchacho” al lado de la cama del anciano. “Su hijo está aquí,” la enfermera le murmuró al paciente. Ella le tuvo que repetir las palabras “varias veces” antes de que el paciente abriera los ojos.
Él estaba profundamente sedado debido al dolor del ataque al corazón. Él débilmente vio al muchacho parado al lado de su cama. El anciano estiró su mano, y el muchacho la agarró con la suya, apretándosela alentadoramente. La enfermera le trajo una silla para que el joven se sentara al lado de la cama.
Durante toda la noche, el muchacho estuvo sentado, cogiéndole la mano al anciano, y diciéndole palabras tiernas de esperanza. El hombre moribundo no decía nada, mientras se aferraba a su hijo. A lo que amanecía… ¡el paciente murió!
El muchacho puso la mano sin vida del anciano sobre la cama, y fue a avisarle a la enfermera. Mientras que la enfermera terminaba lo que estaba haciendo, el muchacho esperó. Cuando la enfermera terminó, ella le comenzó a decir palabras de consuelo al muchacho.
Pero él la interrumpió, preguntando. “¿Quién era ese hombre?” La enfermera asombrada contestó, “Yo pensé que era tu papá.” No, él no era mi papá, dijo el muchacho. “Nunca antes lo había visto.” “¿Entonces por qué no dijiste nada cuando te llevé con él?” preguntó la enfermera.
Él contestó, “Yo sabía que él necesitaba un hijo… ¡y su hijo no estaba ahí! Cuando me di cuenta que él estaba demasiado enfermo para decirle que yo no era su hijo, entendí cuánto me necesitaba. Por eso me quedé con él hasta que murió.”
Romanos 12:15-16 dice, Gocémonos con los que se gozan y lloremos con los que lloran. 16Vivamos como si fuéramos uno solo. No seamos altivos, sino juntémonos con los humildes. No debemos creernos más sabios que los demás.
Tanto regocijarse como llorar implican una emoción genuina, y de corazón. Esta clase de conexión intensa, sentida y emotiva sucede solamente cuando elegimos invertir nuestra vida “profundamente y sinceramente” en la de otros.
Muchas personas usan a sus contactos y relaciones personales para lograr sus ambiciones egoístas. Se relacionan “únicamente” con quienes piensan que los ayudarán a mejorar su posición social.
En cambio, Cristo enseñó, y mostró con Su ejemplo, que debemos tratar a todas las personas con respeto, ya sean de otra raza, o con impedimentos físicos, o pobres, ricos, jóvenes, mayores, hombres o mujeres. Nunca debemos considerar a otros como inferiores a nosotros.
Pablo nos exhorta a vivir en armonía unos con otros, y no ser tan orgullosos, como para no disfrutar de la compañía de la gente común. ¿Estás dispuesta a realizar tareas humildes con otros? ¿Te parece bien conversar con personas poco atractivas o sin prestigio? ¿Te relacionas solo con los que podrían ayudarte a avanzar tu carrera?
17 No paguemos a nadie “mal por mal”. Procuremos hacer lo bueno a los ojos de todo el mundo. 18Si es posible, y en cuanto dependa de nosotros, vivamos en paz con todos. 19No busquemos vengarnos, amados míos. Mejor dejemos que actúe la ira de Dios, porque está escrito: «Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor.
20 Por lo tanto, si nuestro enemigo tiene hambre, démosle de comer; si tiene sed, démosle de beber. Si así lo hacemos, haremos que éste se avergüence de su conducta. 21No permitamos que nos venza el mal. Es mejor vencer al mal con el bien.
Si amamos a alguien de la misma forma “que Cristo nos ama”, estaremos dispuestas a perdonar. Si hemos experimentado la gracia de Dios, desearemos transmitírsela a otros. Debemos recordar que la gracia es un beneficio inmerecido.
Cuando le damos de comer o beber a un enemigo, no estamos justificando sus maldades, ¡NO! sino que estamos reconociendo “que esa persona” ha sido creada a la imagen de Dios. La perdonamos y la amamos a pesar de sus pecados, tal como Cristo lo hizo con nosotros.
¿Quién de nosotros no ha querido vengarse en algún momento en nuestras vidas? Dios ha puesto el deseo de justicia “en cada uno” de nuestros corazones. Así que, cuando nos enfrentamos a la injusticia, estamos tentadas a tomar la justicia por nuestras propias manos.
Lo vemos en una criatura, que cuando alguien le pega, inmediatamente, devuelve el golpe. Lo vemos en un adolescente, que ha sido avergonzado “públicamente” por un amigo. Él, no solo elimina a ese amigo de su vida, sino que busca la forma de avergonzarlo también.
Lo vemos en el matrimonio… cuando uno de los cónyuges “no le habla al otro por dos o tres días”, porque se siente ofendido. Realmente se nos hace más fácil “hacer la guerra” que hacer las paces. Y muchas veces, queremos que Dios le haga la guerra a los demás, por nosotros.
El fundamento de este pasaje “es la promesa de Dios” de que Él va a ejercer Su justicia e imponer Su venganza. Esto no significa que Jesús es tu fiscal. Dios no nos promete que Él lo hará en tal lugar y de tal manera, que tú lo sabrás, o lo verás. Dios no nos promete, que lo hará de acuerdo a nuestro horario.
Él no nos promete que pondrá a un lado Su misericordia, por Su justicia. ¡PERO ÉL SI PROMETE PAGAR! Cuando alguien nos hace daño y nos desquitamos, quedamos al mismo nivel de la persona, que actuó contra nosotros. No tenemos derecho de vengarnos, porque ese es asunto solamente de Dios.
Más bien, nuestra meta es ser como nuestro Señor Jesucristo, quien mientras era crucificado dijo en Lucas 23:34: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Cuando perdonamos, ¡EL SEÑOR ES GLORIFICADO! Y tal vez, quienes vean nuestro ejemplo, decidan entregarse a Jesús, y ser salvos.
En estos días de amargura, venganzas y represalias, Pablo nos dice qué si alguien nos hiere profundamente, en vez de darle su merecido, debemos proveer para sus necesidades. ¿Por qué nos aconseja Pablo a perdonar a nuestros enemigos? (1) Porque el perdón puede romper un ciclo de revanchas, y llevar a la reconciliación.
(2) Porque el perdón puede causar que el enemigo se avergüence de sus actos, y cambie su forma de ser. Y (3) Porque devolver “mal por mal” los hiere a ambos, a ti y a tu enemigo. Aunque un enemigo nunca se arrepienta, perdonarlo te quitará el enorme peso de la amargura.
El perdón involucra, tanto nuestras actitudes como nuestras acciones. Aunque te sea difícil perdonar a alguien que te ha herido, trata a esa persona con bondad. Si es posible, dile que quisieras arreglar la relación. Dale una sonrisa. Ayúdala en lo que puedas. Mándale un regalo. Muchas veces, las buenas acciones llevan a buenos sentimientos.
Don Anderson cuenta una historia que describe “perfectamente” las consecuencias espirituales de no querer perdonar. Mientras que Leonardo da Vinci trabajaba en su obra maestra “La Ultima Cena” él se enfureció con un hombre. Tuvieron una discusión terrible.
Da Vinci no solo acusó al hombre, sino que lo amenazó también. Regresando a su lienzo, Da Vinci trató de pintar el rostro de Jesús, pero se dio cuenta que no podía hacerlo. Tan molesto y fuera de sus cabales estaba, que no podía concentrarse en ese trabajo tan minucioso.
Finalmente, puso sus brochas sobre la mesa. Tapó los tarros de pintura, y fue a buscar al hombre con quien había discutido.
Da Vinci se disculpó, pidiéndole perdón a su enemigo, el cual lo perdonó amablemente. Solo entonces pudo Leonardo regresar a su taller y completar el rostro del Salvador.
¿Con quién necesitas reconciliarte hoy? ¡Se necesita carácter para iniciar una reconciliación! ¿Estás dispuesta a amar y perdonar, ¿cómo Dios te ha perdonado a ti?